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ç sumariodiplodocus!
-El león, tío, ¿dónde está el león?
Me tapó los ojos con la mano. Dimos cuatro
pasos antes de girar a la derecha.Apartó enton-
ces la palma de mi cara.
-Ahí lo tienes.
Ahí lo tenía. Me acerqué. Para escuchar su ru-
gido, sentir su aliento. Para ver sus garras a una
cuarta de mi cuello.
Luego, el elefante, la jirafa, el rinoceronte. Los
lobos, el lince, el águila.
Y el toro. Ese toro. Con su cabeza negra y su
cuerpo blanco. Con sus lunares blancos y negros
haciéndose un huequecito donde no les corres-
pondía. Mirando con suficiencia a los compañe-
ros de gabinete.
Cuando volvimos a casa, la tía Paqui nos espe-
raba con la mesa puesta. En medio, una fuente de
ensaladilla rusa.
Y en la radio del aparador, Joselito. Ese toro
enamorado de la luna...
Santiago Rodríguez Villafranca
Segundo puesto categoría adulto:
‘La máquina del tiempo’
Han pasado veinte años desde la primera vez
que visité el Museo Nacional de Ciencias Natu-
rales, y todavía recuerdo, con total lucidez, todo
lo que me contó aquella primera vez. Fue como
un susurro que trajo el viento. Un susurro suave
y cálido lleno de sabiduría y aventura.
Ese día inicié un viaje a través del tiempo, un
viaje a través de la historia. Un viaje, que me per-
mitió observar: los fósiles, insectos, aves y ma-
míferos. Un viaje, que me permitió ver el rostro
deforme de los meteoritos. Un viaje, que me
permitió, incluso escuchar; cuando me quedaba
quieta como estatua de mármol, los maravillo-
sos rugidos de los dinosaurios, y los asombrosos
sonidos de los meteoritos al impactar contra la
tierra. Un viaje que me enseñó a valorar, a creer,
y soñar…
Ese momento mágico e histórico de mí vida se
congeló en mi memoria, de la misma manera, en
que se congelaba el mar en el invierno, forman-
do una capa cristalina y dura, a través de la cual
podía observar la vida ardiente que yacía en el
fondo: a veces silenciosa, a veces bulliciosa, pero
siempre eterna.
Asimismo, puedo ahora, ver en mi interior. Una
vida llena de triunfos y también fracasos, una vida
llena de alegrías y tristezas, una vida llena de emo-
ciones y suspensos, una vida llena de silenciosos
y también, gritos; como el fondo mismo del mar,
como aquel momento mágico e histórico.
Han pasado veinte años desde la primera vez
que visité el Museo Nacional de Ciencias Na-
turales, y todavía recuerdo, con total lucidez,
todo lo que me contó aquella primera vez. Fue
como un susurro que trajo el viento. Un susu-
rro suave y cálido lleno de sabiduría y aventu-
ra. Un susurro que viajó más de 4.500 millones
de años para mostrarme en un recorrido el
hermoso rostro de la evolución. Un susurro
que me enseñó a valorar el pasado, a vivir el
presente y a soñar con las maravillas que pue-
den existir en el futuro. Un susurro que me
abrazó con alegría y me siguió hasta aquellas
enormes puertas que le daban la bienvenida a
todo aquel ansioso por viajar.
Recuerdo, con total nitidez, que al salir del mu-
seo, un sentimiento de gozo se apoderó de mí.
Abracé a mi madre con todas mis fuerzas. Ella
me miró sorprendida, pero en seguida lo com-
prendió todo. Mis ojos se iluminaron con una
expresión de felicidad infinita. Ese había sido el
mejor regalo de cumpleaños de toda mi vida: una
máquina del tiempo. Estuve agitada todo la tar-
de, incluso por la noche, hablaba sin parar del
diplodocus, el megaterio, el mar, los reptiles, los
anfibios, el hombre, de todo…
Ese fue el mejor regalo de cumpleaños de toda
mi vida: una máquina del tiempo; y hoy, veinte
años después, se la voy a obsequiar a mi hija. Una
máquina llamada: Museo Nacional de Ciencias
Naturales, donde puede viajar, aprender, creer, y
también, soñar.
Yesenia López Pantoja